Capítulo XVI (Parte V)
Persecuciones en Inglaterra durante el reinado de la reina María

 

La visión de las tres escaleras de mano

Cuando Robert Samuel fue llevado a ser quemado, varios de los que estaban cerca de él le oyeron contar extrañas cosas que le habían sucedido durante el tiempo de su encarcelamiento; como que después de haber estado desfallecido de hambre por dos o tres días, cayó luego en un sueño como medio adormecido, en el que le pareció ver a uno todo vestido de blanco delante de él, que le confortó con estas palabras: «Samuel, Samuel, ten ánimo, y alienta tu corazón; porque después de este día no estarás ni hambriento ni sediento.»

No menos memorables ni menos dignos de mención son las tres escaleras que contó a varios que vio en su sueño, que subían al cielo; una de ellas era algo más largo que las otras dos, pero al final se transformaron en una sola, uniéndose las tres en una.

Mientras este piadoso mártir iba al fuego, se le acercó una cierta doncella, que lo abrazó y lo besó; ésta, observada por los que estaban cerca, fue buscada al siguiente día, para echarla en la cárcel y quemarla, como la misma muchacha me informó; sin embargo, tal como Dios lo ordenó en Su bondad, ella escapó de sus manos feroces, y se mantuvo oculta en la ciudad durante bastante tiempo después.

Pero así como esta muchacha, llamada Rose Nottingham, fue maravillosamente preservada por la providencia de Dios, hubo sin embargo dos honradas mujeres que cayeron bajo la furia desatada de aquel tiempo. La primera era la mujer de un cervecero, y la otra la mujer de un zapatero, pero ambas estaban ahora desposadas a un nuevo marido, a Cristo.

Con estas dos tenía esta muchacha ya mencionada una gran amistad; al aconsejar ella a una de las casadas, diciéndole que debía ocultarse mientras tuviera tiempo y oportunidad, recibió esta respuesta: «Sé muy bien que para ti es legítimo huir; éste es un remedio que puedes emplear si quieres. Pero mi caso es distinto. Estoy ligada a mi marido, y además tengo niños pequeños en casa; por ello, estoy decidida, por amor a Cristo, a mantenerme firme hasta el final.»

Así, al día siguiente que padeciera Samuel, estas piadosas mujeres, una llamada Anne Ponen, y la otra Joan Trunehíield, mujer de Michael Trunchfield, zapatero de Ipswich, fueron encarceladas y echadas juntas en prisión. Como eran ambas, por su sexo y constitución, más bien débiles, fueron por ello menos capaces al principio de resistir la dureza de la prisión; y de manera especial la mujer del cervecero se vio echada a unas agonías y angustias de mente por ello. Pero Cristo, contemplando la debilidad de Su sierva, no dejó de ayudarla en esta necesidad; y así las dos sufrieron después de Samuel, el 19 de febrero de 1556. Y ellas eran indudablemente las dos escaleras que, unidas a la tercera, vio Samuel subiendo hacia el cielo. Este bienaventurado Samuel, siervo de Cristo, había sufrido el treinta y uno de agosto de 1555.

Se cuenta entre los que estuvieron presentes y que le vieron ser quemado, que al quemar su cuerpo, resplandeció en los ojos de los que estaban junto a él, tan brillante y blanco como plata de ley.

Cuando Agnes Bongeor se vio separada de sus compañeros de prisión se lamentó y se puso a gemir de tal manera, le sobrevinieron tales extraños pensamientos a la cabeza, se vio tan desasistida y desolada y se hundió en tal profundidad de desesperación y de angustia, que fue un espectáculo lastimero y penoso; todo ello porque ella no pudo ir con ellos a dar su vida en defensa de su Cristo; porque la vida era lo que menos valoraba de todas las cosas de este mundo.

Ello se debía a que aquella mañana en la que no fue llevada al quemadero se había puesto un vestido que había preparado sólo para aquel propósito. Tenía también un hijo pequeño, de pecho, a quien había guardado tiernamente todo el tiempo que estaba en la cárcel, hasta aquel día en que también lo entregó a una nodriza, preparándose ella para entregarse para el testimonio del glorioso Evangelio de Jesucristo. Tan poco deseaba la vida, y tan grandemente obraban en ella los dones de Dios por sobre de la naturaleza, que la muerte le parecía mucho más bienvenida que la vida. Después de esto comenzó a estabilizarse y a ejercitarse en la lectura y en la oración, lo que le dio no poco consuelo.

Poco tiempo después llegó la orden de Londres para que fuera quemada, que fue ejecutada.

Hugh Laverick y John Aprice
 

Aquí vemos que ni la impotencia de la edad ni la aflicción de la ceguera podían desviar las fauces asesinas de estos monstruos babilónicos. El primero de estos desafortunados era de la parroquia de Barking, de sesenta y ocho años de edad, pintor y paralítico. El otro era ciego, entenebrecido ciertamente en cuanto a sus facultades visuales, pero intelectualmente iluminado con la luz del Evangelio eterno de la verdad. Personas inofensivas que eran, fueron denunciadas por algunos hijos del fanatismo, y arrastrados ante el sanguinario prelado de Londres, donde sufrieron un interrogatorio, y replicaron a los artículos que se les propusieron, como habían hecho otros mártires cristianos. El nueve de mayo, en el consistorio de San Pablo, se les conminó a que se retractaran, y al rehusar fueron enviados a Fulham, donde Bonner, después de haber comido, como postre los condenó a las agonías del fuego. Entregados al brazo secular el 15 de mayo de 1556, fueron llevados en carro desde Newgate a Stratford-le-Bow, donde fueron atados a la estaca. Cuando Hugh Laverick quedó atado con la cadena, sin necesitar ya la muleta, la echó lejos de si, diciéndole a su compañero de martirio, mientras le consolaba: «Alégrate, hermano mío, porque el Lord de Londres es un buen médico; pronto nos curará; a ti de tu ceguera, y a mi de mi cojera.» Y fueron pasto de las llamas, para levantarse a la inmortalidad.

El día después de los anteriores martirios, Catherine Hut, de Bocking, una viuda; Joan Homs, soltera, de Billericay; Elizabeth Thackwel, soltera, de Great Burstead, sufrieron la muerte en Smithfield.

Thomas Dowry. Otra vez tenemos que registrar un acto de crueldad implacable, cometido contra este muchacho, a quien el Obispo Hooper había confirmado en el Señor y en el conocimiento de su Palabra.

No se sabe con certeza cuánto tiempo estuvo este pobre sufriente en la cárcel. Por el testimonio de John Paylor, actuario de Gloucester, sabemos que cuando Dowry fue hecho comparecer ante el doctor Williams, entonces canciller de Gloucester, le fueron presentados los artículos usuales para que los firmara; al disentir de los mismos, y al exigirle el doctor que le dijera de quién y dónde había aprendido sus herejías, el joven le contestó: «Señor canciller, las aprendí de vuestra parte en aquel mismo púlpito. En tal día (mencionando el día) vos dijisteis, al predicar sobre el Sacramento, que debía ser ejercido espiritualmente por la fe, y no carnalmente, como lo enseñan los papistas.» Entonces el doctor Williams le invitó a que se retractara, como él mismo lo había hecho; pero Dowry no había aprendido las cosas de esta manera. «Aunque vos podáis burlaros tan fácilmente de Dios, del mundo y de vuestra propia conciencia, y no lo voy a hacer así.»

La preservación de George Crow y de su Nuevo Testamento
 

Este pobre hombre, de Malden, zarpó el 26 de mayo de 1556 para cargar en Lent tierra de batanero, pero el barco encalló en un banco de arena, se llenó de agua, y perdió todo el cargamento; sin embargo, Crow salvó su Nuevo Testamento, y no codiciaba nada más. Con Crow estaban un hombre y un chico, y su terrible situación se hizo más y más alarmante con el paso de los minutos, y la embarcación era inútil. Estaban a diez millas de tierra, esperando que la marea comenzara pronto a subir sobre ellos. Después de orar a Dios, subieron al mástil, y se aferraron a él por espacio de diez horas, hasta que el pobre muchacho, vencido por el frío y el agotamiento, cayó y se ahogó. Al bajar la marea, Crow propuso bajar los mástiles y flotar sobre ellos, y así lo hicieron; y a las diez de la noche se entregaron a las olas. El miércoles por la noche, el compañero de Crow murió de fatiga y hambre, y él se quedó sólo, clamando a Dios que le socorriera. Al final fue recogido por el capitán Morse, rumbo a Amberes, que casi había pasado de largo, tomándolo por una boya de pescador flotando en la mar. Tan pronto como Crow estuvo a bordo, puso la mano en el bolsillo, y sacó su Nuevo Testamento, que estaba desde luego mojado, pero sin mayores daños. En Amberes fue bien recibido, y el dinero que había perdido le fue más que compensado.

Ejecuciones en Stratford-le-Bow
En este sacrificio que vamos a detallar, no menos de trece fueron condenados a la hoguera.

Al rehusar cada uno de ellos afirmar cosas contrarias a su conciencia, fueron condenados, y el veintisiete de junio de 1556 fue señalado como el día de su ejecución en Stratford-le-Bow. Su constancia y fe glorificaron a su Redentor, lo mismo en vida que en muerte.

El Rev. Julius Palmer
 

La vida de este caballero muestra un singular ejemplo de error y de conversión. En tiempos de Eduardo fue un rígido y obstinado papista, tan adverso a la piadosa y sincera predicación que incluso era menospreciado por su propio partido; que su mentalidad cambiara, y sufriera persecución en tiempos de la Reina María, constituye uno de aquellos acontecimientos de la omnipotencia ante los que nos maravillamos y quedamos llenos de admiración.

El señor Palmer nació en Coventry, donde su padre había sido alcalde. Al trasladarse posteriormente a Oxford, llegó a ser, bajo el señor Hartey, de Magdalen College, un elegante erudito de latín y griego. Le encantaban las conversaciones interesantes, poseía un gran ingenio y una poderosa memoria. Infatigable en el estudio privado, se levantaba a las cuatro de la mañana, y con esta práctica se calificó para llegar a ser lector de lógica en el Magdalen College. Pero al favorecer a la Reforma el reinado de Eduardo, se vio frecuentemente castigado por su menosprecio a la oración y a la conducta ordenada, y fue al final expulsado de la institución.

Después abrazó las doctrinas de la Reforma, lo cual llevó a su arresto y final condena.

Un cierto noble le ofreció la vida si se retractaba. «Si lo haces,» le dijo, «vivirás conmigo. Y si piensas casarte, te conseguiré una esposa y una granja, y os ayudaré a equiparla. ¿Qué dices a esto?»

Palmer le dio las gracias con mucha cortesía, pero de manera muy modesta y respetuosa le observó que ya había renunciado a vivir en dos lugares por causa de Cristo, por lo que por la gracia de Dios estaría dispuesto también a dar su vida por la misma causa, cuando Dios lo dispusiera.

Cuando Sir Richard vio que su interlocutor no estaba dispuesto a ceder en absoluto, le dijo: «Bien, Palmer, veo que uno de nosotros dos va a condenarse; porque somos de dos fe distintas, y estoy bien seguro de que hay una sola fe que lleva a la vida y a la salvación.»

Palmer: «Bien, señor, yo espero que ambos nos salvemos.»

Sir Richard: «¿Y cómo podrá ser esto?»

Palmer: «De manera muy clara. Porque a nuestro misericordioso Dios le plugo llamarme, en conformidad a la parábola del Evangelio, en la hora tercera del día, en mi florecimiento, a la edad de veinticuatro años, así como espero que os haya llamado, y os llamará a vos, en la hora undécima de esta vuestra ancianidad, para daros vida eterna como vuestra porción.»

Sir Richard: «¿Esto dices? Bien, Palmer, bien, me gustaría tenerte un solo mes en mi casa; no dudo de que o yo te convertiría, o que tú me convertirías.»

Entonces dijo el Master Winchcomb: «Apiádate de estos años dorados, y de las placenteras flores de la frondosa juventud, antes que sea demasiado tarde.»

Palmer: «Señor, anhelo aquellas flores primaverales que jamás se marchitarán.»

Fue juzgado el quince de julio de 1556, junto con un compañero de prisión llamado Thomas Askin. Askin y un tal John Guin habían sido sentenciados el día antes, y el señor Palmer fue llevado el quince para oír su sentencia definitiva. Se ordenó que la ejecución siguiera a la sentencia, y a las cinco de aquella misma tarde estos mártires fueron atados a la estaca en un lugar Uamado Sand-pits. Después de haber orado devotamente juntos, cantaron el Salmo Treinta y uno.

Cuando fue encendido el fuego y hubo prendido en sus cuerpos, continuaron clamando, sin dar apariencia alguna de sufrir dolor: «¡Señor Jesús, fortalécenos! ¡Señor Jesús, recibe nuestras almas!» hasta que quedó suspendida su vida y desapareció el sufrimiento humano. Es de destacar que cuando sus cabezas hubieron caído juntas como en una masa por la fuerza de las llamas, y los espectadores pensaban que Palmer estaba ya sin vida, de nuevo se movieron su lengua y labios, y se les oyó pronunciar el nombre de Jesús, a quien sea gloria y honra para siempre.

Joan Waste y otros
 

Esta pobre y honrada mujer, ciega de nacimiento y soltera, de veintidós años de edad, era de la parroquia de Todos los Santos, Derby. Su padre era barbero, y también fabricaba cuerdas para ganarse mejor la vida. En esta tarea ella le ayudaba, y también aprendió a tejer varios artículos de vestir. Rehusando comunicar con aquellos que mantenían doctrinas contrarias a las que ella había aprendido en los días del piadoso Eduardo, fue hecho comparecer ante el doctor Draicot, el canciller del obispo Blaine, y ante Peter Finch, oficial de Derby.

Intentaron confundir a la pobre muchacha con sofismas y amenazas, pero ella ofreció ceder a la doctrina del obispo si él estaba dispuesto a responder por como en el Día del Juicio como lo había hecho el piadoso doctor Taylor en sus sermones) de que su creencia en la presencia real del Sacramento era verdadera. Al principio, el obispo contestó que lo haría, pero al recordarle el doctor Draicot que no podía en manera ninguna responder por un hereje, retiró su confirmación de sus propias creencias; él entonces les contestó que si sus conciencias no les permitían responder ante el tribunal de Dios por la verdad que ellos querían que ella aceptara, que ella no contestaría a ninguna otra de sus preguntas. Entonces se pronunció sentencia, y el doctor Draicot fue encomendado para predicar el sermón de la condena de la muchacha, lo que tuvo lugar el 1 de agosto de 1556, el día de su martirio. Al terminar su fulminador discurso, la pobre ciega fue luego llevada a un lugar llamado Windmill Pit, cerca de la ciudad, donde por un tiempo sostuvo la mano de su hermano, y luego se preparó para el fuego, pidiendo a la compadecida multitud que orara con ella, y a Cristo que tuviera misericordia de ella, hasta que la gloriosa luz del eterno Sol de justicia resplandeció sobre su espíritu fuera del cuerpo.

En noviembre, quince mártires fueron apresados en el castillo de Canterbury, los cuales fueron todos o quemados o dejados morir de hambre. Entre estos últimos estaban J. Clark, D. Chittenden, W. Foster de Stonc, Mice Potkins, y J. Archer, de Cranbrooke, tejedor. Los dos primeros no habían sido condenados, pero los otros habían sido sentenciados al fuego. Foster, en su interrogatorio, comentó acerca de la utilidad de llevar cirios encendidos el día de la Candelaria, que igual valdría llevar una horca; y que un patíbulo tendría tanto efecto como una cruz.

Hemos ahora llevado a su fin las sanguinarias actuaciones de la inmisericorde María, en el año 1556, cuyo número se elevó por encima de OCHENTA Y CUATRO.

El comienzo del año 1557 fue notable por la visita del Cardenal Pole a la Universidad de Cambridge, que parecía tener gran necesidad de ser limpiada de predicadores herejes y de doctrinas reformadas. Un objeto era también llevar a cabo la farsa papista de juzgar a Martín Bucero y a Paulus Phagius, que habían estado enterrados ya durante tres o cuatro años. Con este propósito, las iglesias de Santa María y de San Miguel fueron puestas en interdicto como lugares viles e impíos, indignos del culto de Dios, hasta que fueran perfumadas y lavadas con el agua bendita papista, etc. El burdo acto de citar a comparecer a estos difuntos reformadores no tuvo el más mínimo efecto sobre ellos, y el 26 enero se pronunció sentencia de condenación, parte de la cual rezaba así, y puede servir como muestra de los procesos de esta naturaleza: «Por ello pronunciamos al dicho Martín Bucero y a Paulus Phagius excomulgado y anatematizado, tanto por las leyes comunes como por cartas procesales; y para que su memoria sea condenada, condenamos también que sus cuerpos y huesos (que en el malvado tiempo del cisma, y floreciendo otras herejías en este reino, fueron precipitadamente sepultados en tierra sagrada) sean exhumados y echados lejos de los cuerpos y huesos de los fieles, según los santos cánones, y mandamos que ellos y sus escritos, si se encuentran aquí cualesquiera de ellos, sean públicamente quemados; y prohibimos a todas las personas de esta universidad, ciudad o lugares colindantes, que lean o escondan sus heréticos libros, tanto por la ley común como por nuestras cartas procesales.»

Después que la sentencia fuera leída, el obispo mandó que sus cuerpos fueran exhumados de sus sepulcros, y, degradados de sus sagrados órdenes, entregados en manos del brazo secular; porque no les era legitimo a personas tan inocentes, y odiando todo derramamiento de sangre y detestando todo ánimo de homicidio, dar muerte a nadie.

El 6 de febrero, sus cuerpos, dentro de sus ataúdes, fueron llevados al medio de la plaza del mercado den Cambridge, acompañados por una vasta multitud. Se hincó un gran poste en el suelo, al que se ataron los ataúdes con grandes cadenas, fijados por el centro, como silos cadáveres hubieran estado vivos. Cuando el fuego comenzó a ascender y prendió en los ataúdes, se echaron también varios libros condenados a las llamas, para quemarlos. Sin embargo, en el reinado de Elizabet se hizo justicia a la memoria de estos piadosos y eruditos hombres, cuando el señor Ackworth, orador de la universidad, y el señor J. Pilkington, pronunciaron discursos en honor de su memoria, y reprobando a sus perseguidores católicos.

El Cardenal Pole inflingió también su impotente furia contra el cadáver de la mujer de Peter Martyr, que, por orden suya, fue exhumado de su sepultura, y enterrado en un distante estercolero, en parte porque sus huesos estaban cerca de las reliquias de San Fridewide, que había sido anteriormente muy estimado en aquel colegio, y en parte porque quería purificar Oxford de restos heréticos, lo mismo que a Cambridge. Pero en el reinado que siguió, sus restos fueron restaurados a su anterior cementerio, e incluso entremezclados con los del santo católico, para asombro y mortificación absolutos de los discípulos de Su Santidad el Papa.

El Cardenal Pole publicó una lista de cincuenta y cuatro artículos conteniendo instrucciones para el clero de su diócesis de Canterbury, algunos de los cuales son demasiado ridículos y pueriles para excitar en nuestros días otra cosa que la risa.

Persecuciones en la diócesis de Canterbury
 

En el mes de febrero fueron encerradas en prisión las siguientes personas: R. Coleman, de Waldon, un obrero; Joan Winseley, mujer soltera de Horsley Magna; S. Glover, de Rayley; R. Clerk, de Much Holland, marinero; W. Munt, de Much Bendey, aserrador; Margaret Field, de Ramsey, mujer soltera; R. Bongeor, curtidor; R. Jolley, marinero; Allen Simpson, Helen Ewire, C. Pepper, viuda; Alice Walley (que se retractó); W. Bongeor, vidriero, todos ellos de Colchester; R. Atkin, de Halstead, tejedor; R. Barbock, de Wilton, carpintero; R. George, de Westbarhonlt, obrero; R. Debnam de Debenham, tejedor; C. Wanen, de Cocksall, soltera; Agnes Whitlock, de Dover-court, soltera; Rose Allen, soltera; y T. Feresannes, menor; ambos de Colchester.

Estas personas fueron hechas comparecer ante Bonner, que las hubiera hecho ejecutar inmediatamente, pero el Cardenal Pole era partidario de medidas mucho más misericordiosas, y Bonner, en una de sus cartas al cardenal, parece estar consciente de que le había desagradado, porque emplea esta expresión: «Pensé en mandarlos a todos a Fulham, y pronunciar allí sentencia contra ellos; sin embargo, dándome cuenta que en mi última actuación vuestra gracia se ofendió, creí mi deber, antes de proseguir, informar a vuestra gracia.» Esta circunstancia confirma el relato de que el cardenal era una persona con humanidad; y aunque un católico celoso, nosotros, como protestantes, estamos dispuestos a rendirle la honra que merece su carácter misericordioso. Algunos de los acerbos perseguidores lo denunciaron ante el Papa como favorecedor de herejes, y fue llamado a Roma, pero la Reina María, por un ruego particular, logró su permanencia en Inglaterra. Sin embargo, antes del fin de su vida, y poco antes de su último viaje de Roma a Inglaterra, estuvo bajo graves sospechas de favorecer la doctrina de Lutero.

Así como en el último sacrificio cuatro mujeres honraron la verdad, así en el siguiente auto da fe, tenemos un número semejante de mujeres y de varones que sufrieron el 30 de junio de 1557 en Canterbury, y que se llamaban J. Fishcock, F. White, N. Pardue, Barbary Final, que era viuda, la viuda de Barbridge, la esposa de Wilson y la esposa de Benden.

De este grupo observaremos más particularmente a Alice Benden, mujer de Edward enden, de Staplehurst, en Kent. Había sido apresada en octubre de 1556 por no asistencia, y liberada con estrictas órdenes de enmendar su conducta. Su marido era un fanático católico, y al hablar en público de la contumacia de su mujer, fue enviada al castillo de Canterbury, donde sabiendo que cuando fuera enviada a la cárcel del obispo sería matada de hambre con una misérrima cantidad de alimentos al día, comenzó a prepararse para este sufrimiento tomando una pequeña cantidad de alimentos al día.

El 22 de enero de 1557, su marido escribió al obispo que si se impidiera que el hermano de su mujer, Roger Hall, la siguiera confortando y ayudando, quizá ella se volvería; por esto fue trasladada a la cárcel llamada Monday's Hole. Su hermano la buscó con diligencia, y al final de cinco semanas, de manera providencial, oyó su voz en una mazmorra, pero no pudo darle otro alivio que poner algo de dinero en una hogaza, y pasándola por medio de un largo palo. Debe haber sido terrible la situación de esta pobre víctima, yaciendo en paja, entre paredes de piedra, sin cambio de vestido ni los más mínimos requisitos de limpieza durante nueve semanas!

El 25 de marzo fue llamada delante del obispo, que le ofreció la libertad y recompensas si volvía a casa y se sometía. Pero la señora Benden se había habituado al sufrimiento, y mostrándole sus brazos contraídos y su semblante famélico, rehusó apartarse de la verdad. Sin embargo, fue sacada de este negro agujero y llevada a West Gate, de donde fue sacada al final de abril para ser condenada y luego echada en la prisión del castillo hasta el diecinueve de junio, el día en que debía ser quemada. En la estaca dio su pañuelo a un hombre llamado John Banns como memoria; y de la cintura se sacó una puntilla blanca, pidiéndole que se la diera a su hermana, diciéndole que era la última atadura que había llevado, excepto por la cadena; y a su padre le devolvió un chelín que le había enviado.

Estos siete mártires se quitaron la ropa con presteza, y ya preparados se arrodillaron, y oraron con tal fervor y espíritu cristiano que hasta los enemigos de la cruz se sintieron afectados. Después de haber hecho una invocación conjunta, fueron atados a la estaca, y, rodeados de implacables llamas, entregaron sus almas en manos del Señor viviente.

Matthew Plalse, un tejedor y cristiano sincero y agudo, fue llevado delante de Thomas, obispo de Dover, y de otros inquisidores, a los que embromó ingeniosamente con sus respuestas indirectas, de las que lo que sigue es una muestra:

Doctor Harpsfield. Cristo llamó al pan Su cuerpo; ¿qué dices tú que es?

Plaise. Creo que es lo que les dio.

Dr. H. ¿Y qué era?

P. Lo que El partió.

Dr. H. ¿Y qué partió?

P. Lo que tomó.

Dr. H. ¿Qué tomó?

P. Digo yo que lo que les dio, lo que ciertamente comieron.

Dr. H. Bien, entonces tú dices que era solamente pan lo que los discípulos comieron.

P. Yo digo que lo que él les dio, y que ellos verdaderamente comieron.

Siguió una discusión muy prolongada, en la que le pidieron a Plaise que se humillara ante el obispo; pero a esto rehusó. No se sabe si este valeroso hombre murió en la cárcel, o si fue ejecutado o liberado.

El Rev. John Hullier
 

El Rev. John Hullier se educó en Eton College, y con el tiempo vino a ser vicario de Babram, a tres millas de Cambridge, y luego fue a Lynn, donde, al oponerse a la superstición de los papistas, fue llevado ante el doctor Thirlby, obispo de Ely, y enviado al castillo de Cambridge; aquí estuvo un tiempo, y luego fue enviado a la prisión de Tolbooth, donde, después de tres meses, fue llevado a la Iglesia de Santa María, y allí condenado por el doctor Fuller. En Jueves Santo fue llevado a la hoguera; mientras se quitaba la ropa, le dijo a la gente que estaba a punto de sufrir por una causa justa, y los exhortó a creer que no había otra roca que Jesucristo sobre la que edificar. Un sacerdote llamado Boyes le pidió entonces al alcalde que lo silenciara. Después de orar, se fue mansamente a la pira, y atado entonces con una cadena y metido en un barril de brea, prendieron fuego a las cañas y a la leña. Pero el viento arrastró el fuego directamente detrás suyo, lo que le hizo orar tanto más fervientemente bajo una severa agonía. Sus amigos pidieron al verdugo que prendiera fuego a los haces con el viento a su cara, lo que fue hecho de inmediato.

Echaron ahora una cantidad de libros al fuego, uno de los cuales (el Servicio de Comunión) atrapó él, lo abrió, y gozosamente lo estuvo leyendo, hasta que el fuego y el humo le privaron de la visión; pero incluso entonces, en ferviente oración, apretó el libro contra su corazón, dando gracias a Dios por darle, en sus últimos momentos, este don tan precioso.

Siendo cálido el día, el fuego ardió violentamente; en un momento de-terminado, cuando los espectadores pensaban que ya había dejado de existir, exclamó repentinamente: «Señor Jesús, recibe mi espíritu», y con mansedumbre entregó su vida. Fue quemado en Jesús Green, no lejos de Jesús College. Le habían dado pólvora, pero había muerto ya antes que se encendiera. Este piadoso mártir constituyó un singular espectáculo, porque su carne quedó tan quemada desde los huesos, que siguieron erguidos, que presentó la idea de una figura esquelética encadenada a una estaca. Sus restos fueron anhelantemente tomados por la multitud, y venerados por todos los que admiraban su piedad o detestaban el inhumano fanatismo.

Simón Miller y Elizabeth Cooper
 

En el siguiente mes de julio estos dos recibieron la corona del martirio. Miller vivía en Lynn, y acudió a Norwich, donde, poniéndose a la puerta de una de las iglesias, mientras la gente salía, pidió saber a dónde podría ir para recibir la Comunión. Por esta causa, un sacerdote lo hizo llevar delante del doctor Dunning, que lo hizo encerrar; pero luego le dejaron volver a su casa para que arreglara sus asuntos; después de ello volvió a la casa del obispo, y a su cárcel, donde se quedó hasta el trece de julio, el día en que fue quemado.

Elizabeth Cooper, mujer de un peltrero, de St. Andrews, Norwich, se había rctractado; pero atormentada por lo que había hecho por el gusano que nunca muere, poco después se dirigió voluntariamente a su iglesia parroquial durante el tiempo del culto papista, y, puesta en pie, proclamó audiblemente que revocaba su anterior retractación, y advirtió a la gente que evitara su indigno ejemplo. Fue sacada de su casa por el señor Sunon, el alguacil mayor, que muy a regañadientes cumplió la letra de la ley, por cuanto habían sido siervos y amigos en el pasado. En la estaca, la pobre sufriente, sintiendo el fuego, gritó: «¡Oh!», a lo cual el señor Miller, pasando la mano detrás de él hacia ella, la animó a alentarse, «porque (le dijo) buena hermana, tendremos una gozosa y feliz cena.» Alentada por este ejemplo y exhortación, se mantuvo inamovible en la terrible prueba, y demostró, junto a él, el poder de la fe sobre la carne.


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